Mañana, 6 de abril, la Congregación salesiana celebra el centenario de la muerte del beato Miguel Rúa, acaecida exactamente hace un siglo en su habitación de Valdocco, Turín.
Acogido por Don Bosco ya entre sus primeros jóvenes, creció en el Oratorio de Valdocco y, después de profesar entre los primerísimos jóvenes en la Sociedad Salesiana, llegó a ser el brazo derecho del Fundador, con quien compartió siempre la vida y los ideales: “Miguel, tú y yo iremos a medias”, le había augurado el santo.
Así, fue su vicario, y su sucesor a partir de 1888. Como tal, desarrolló en continuidad, con atenta fidelidad de espíritu y de acción, la obra heredada, llevándola a una sólida organización interna y asegurando su expansión externa: «Recibió la Congregación con setecientos religiosos y la dejaba con cuatro mil. Don Bosco le legó sesenta y cuatro casas diseminadas por seis países y él entregaba a su sucesor 341, esparcidas por treinta naciones del Antiguo y Nuevo Continente. Al morir el fundador en 1888 las misiones salesianas se limitaban a la Patagonia y la Tierra del Fuego; en 1910 habían entrado en las selvas de las tribus indias del Brasil, del Ecuador, la China, en la India, en Egipto, en Mozambique», señalaba Don Auffray, uno de los salesianos de la primera generación, al esbozar la semblanza de Don Rua.
En semejante cuadro de fidelidad a Don Bosco, las características más salientes de Don Rua fueron -entre otras- una gran apertura pastoral y social, una laboriosidad incansable siguiendo el binomio "trabajo y templanza". A ello se suman, además, una gran delicadeza humana, la mansedumbre cordial, la predilección por los jóvenes pobres, el espíritu oratoriano por el que “cada casa -decía- debe ser un oratorio", un ardiente celo misionero, la solicitud por los seglares…
Don Rua heredó de Don Bosco un vivo interés por los jóvenes trabajadores y por la clase obrera, y una gran simpatía por toda forma de organización destinada a proteger y a defender los derechos del hombre. En relaciones cordiales con el reformador social francés Leone Harmel desde 1875, prestó apoyo y asistencia a los numerosos grupos de obreros del otro lado de los Alpes que repetidas veces manifestaron también en Italia y también delante del papa de la Rerum Novarum [Leon XIII] sus opciones cristianas de obreros. A este interés del beato Miguel Rua se debe la fundación en Turín del primer Sindicato Católico de las obreras de la moda, y no fueron infrecuentes sus iniciativas en casos de huelgas para restablecer -salvados los derechos fundamentales de las personas- las relaciones más justas entre obreros y patronos.
La fama de santidad que acompañó a Don Rua durante toda su vida creció después de su muerte. Pablo VI lo beatificó el 29 de octubre de 1972.
“Salvar el alma es todo… es todo…”
De la mano de la biografía que escribió con motivo de su beatificación el salesiano de la inspectoría de Sevilla, Juan Manuel Espinosa, recordamos hoy los últimos momentos de la vida del beato Miguel Rúa:
“En el patio los estudiantes observan un silencio de sobrecogimiento y tristeza fuera de lo normal. Parece que son días de Ejercicios Espirituales. Suena la campana de las oraciones. Se entona el himno «Presso l`augusto avello» (Junto a la gloriosa tumba), que acaba con estas palabras: «Don Bosco, io vengo a te». Don Rúa, atento el oído, repite en su cama: «Sí, Don Bosco, también yo voy hacia ti.»
Entrará en agonía sin especiales sufrimientos, con gran calma, sin llamar mucho la atención. El sobrino mayor, conmovido, besará su frente después de haber escuchado de labios de su tío cómo le agradecía su presencia y su afecto y la recomendación de hacer llegar a todos los familiares su recuerdo y el deseo de que se ofreciera alguna fervorosa Comunión en su memoria.
Don Francesia se queja de que su buen amigo no reza por su propia curación. «Rezo con vosotros, pero de diversa manera. Vosotros lo hacéis para que salga de este trance. Yo lo hago para que la voluntad del Señor se cumpla perfectamente.»
Nombres de Salesianos beneméritos que pasaron a la eternidad van sonando en los oídos del moribundo. A todos los recuerda y se encomienda a su protección. Una jaculatoria tradicional en el ambiente salesiano de los primeros años se va repitiendo con predilección en sus labios: “Dulce Corazón de María, haz que yo salve el alma mía”.
“Salvar el alma es todo… es todo…” Estas son las últimas palabras del beato Miguel Rúa.
A las primeras horas del día comienza un emotivo desfile por la habitación del moribundo. Salesianos jóvenes, alumnos, Hijas de María Auxiliadora con la superiora general al frente. La noticia corre rápida porque hacia las nueve y media de la mañana, el día 6 de abril de 1910, a los 72 años, 9 meses y 27 días, dulcemente, Don Rua abandona a los que siempre amó, sin un lamento, sin que casi nadie se aperciba de ello.
El Dr. Battistini, inclinándose sobre la frente del difunto, confirmará su muerte con el ósculo de la amistad. Sonaron las campanas más solemnes del Santuario y las de la parroquia de San Joaquín, con un lenguaje de sobra conocido por todos… Nevaba intensamente aquella mañana pero el sol espléndido, inesperado, comenzó a brillar con general sorpresa…
A través del cardenal Merry del Val, Secretario de Estado, el papa se muestra «profundamente dolorido por la triste noticia, asociándose al grave luto de la entera Familia salesiana». El cardenal Rampolla se une a las lágrimas de los salesianos, «que veneraron en él a un padre muy querido, al compañero fiel de Don Bosco y a su digno sucesor».
A la cabeza su alcalde, Teófilo Rossi, el ayuntamiento turinés hace una excepción a la norma de no elevar mociones antes de que el balance anual haya quedado clausurado. El profesor Rinaudo, antiguo alumno del Oratorio, toma la palabra y hace de Don Rúa un elocuente panegírico. Concluyendo: «Turín debe estar orgullosa de haber sido cuna de un sucesor de Don Bosco tan grande.»
La Reina Madre no permanece ajena al pesar común.
Ediciones especiales de la prensa italiana («L` Unione», «La Stampa», «Il Momento», «L`Azione»…) destacan a primer plano la pérdida de un santo y de un bienhechor del pueblo. El biógrafo Amadei afirma haber recogido más de sesenta elogios fúnebres y fascículos publicados por aquellas fechas en memoria y exaltación del sucesor de Don Bosco.
Gentes de toda condición quieren pasar ante el cadáver e incluso tomar contacto de alguna manera, con algún objeto. Trenes que mueren en Turín derraman por la ciudad una enorme cantidad de personas. Los restos mortales son trasladados al Santuario de María Auxiliadora. Laureles y palmas rodean el cuerpo del atleta de actividad apostólica, que ya en la tierra está recibiendo el homenaje apoteósico del cariño universal. Los funerales se ven concurridos por personas de gran relieve y nombradía, cuya lista haría insoportable la lectura de estas últimas páginas.
Pocas veces en Italia se había dado una manifestación multitudinaria de tal especie. Se recuerdan fechas como la coronación de María Auxiliadora y la muerte del santo fundador.
Un cortejo de más de cien mil personas comienza a desfilar hacia las cuatro de la tarde.
Al mediodía del 9 de abril, los restos de Don Rúa, en forma privada, con intervención de Don Rinaldi y Don Albera, serán transportados a Valsalice desde el Oratorio. Junto a Don Bosco volverá a compartir el discípulo fiel a medias con él el afecto de todos sus hijos”.