Si San Juan Bosco hubiera venido un día a Córdoba estando vivo, habría ido sin duda a exactamente a los sitios donde hoy están llevando sus reliquias».
La frase, captada al vuelo en una conversación entre dos personas que esperaban en el Patio de los Naranjos la llegada de la procesión, quizá recoja con más exactitud que cualquier crónica la síntesis de la jornada. Y sobre todo, dado que era un hombre tremendamente activo, no habría parado demasiado tiempo en el mismo sitio: quizá por eso los salesianos de esta ciudad le prepararon un apretado programa de visitas.
El día empezó al filo de las diez de la mañana, con los niños y profesores formados y expectantes en el patio del colegio. «Yo fui de las primeras que vieron cómo lo bajaban del camión», explicaba por la tarde con orgullo la voz dulce una alumna del colegio, de apellidos Linares Herrador. Porque lo primero que hizo Don Bosco en Córdoba fue llegar a casa de los suyos, a su casa. El ambiente siempre activo y ruidoso del colegio, el resonar de las voces en el techo del polideportivo, mientras presidía la misa el inspector Francisco Ruiz Millán, no debieron de ser nada nuevo para quien pasó su vida entre muchachos.
Tuvo tiempo también, y cómo no, para postrarse en silencio y oración ante María Auxiliadora, a la que él consideraba entre otras cosas como la «administradora» de su labor. En la intimidad del santuario que lleva el nombre de la Virgen, sin duda alguien le explicaría en tono de confidencia el fresco que muestra cómo hace más de un siglo, de forma milagrosa o en cualquier caso sorprendente, floreció un peral el mismo día de la llegada de la imagen.
Y en el mismo silencio de la meditación, Don Bosco sonreiría antes de repetir a su confidente una frase que éste conocía: «Sé devoto de María Auxiliadora y verás lo que es hacer milagros». A mediodía estuvo en San Lorenzo, quizá para agradecer al párroco de hace más de un siglo, Mariano Ayala, su tozudez cuando insistió para que sus hijos se establecieran en la feligresía, muy cerca del templo fernandino. Ayala, que terminó sus días viviendo como un salesiano más, sonreiría al comprobar las buenas flores y frutos de su insistencia. Acompañado siempre por alumnos del colegio, y también por algunos feligreses, el relicario del santo pasó bajo los muros centenarios el tiempo de espera hasta que empezó la procesión, bajo el calor de las cinco de la tarde.
«Da mihi animas»
Carlos Herencia, el capataz que dirigía el paso, nunca se había visto en una como esa, ni seguramente volverá a verse nunca: iba a dirigir nada menos que el paso con reliquias del padre de toda la Familia Salesiana. La urna con la estatua, orlada por el recordatorio del bicentenario de su nacimiento y el lema de Don Bosco -«Da mihi animas, cetera tolle»-, se elevaba sobre la mesa de María Santísima de la Piedad, con restos del antiguo paso de las Angustias. María Auxiliadora, junto al llamador, miraba al capataz cada vez que éste daba las órdenes. El Ayuntamiento cumplimentó a la comitiva al pasar por la calle Capitulares camino de la Catedral. La banda de música María Santísima de la Esperanza acompañaba con sus sones.
Con las primeras luces de hoy salieron las reliquias venerandas hacia Montilla para continuar su visita a los centros de la provincia. Dicen que San Juan Bosco era un hombre tremendamente activo. Ayer lo fueron también sus restos, que sin duda percibieron a su alrededor, de forma continuada, el aroma de las flores del peral que brotaron hace más de un siglo, de forma milagrosa o al menos sorprendente, a los pies de María Auxiliadora.
Paseo entre las columnas
Juan Vizcaíno, veterano cofrade y ex hermano mayor del Prendimiento, ocupaba una silla en la Catedral desde un rato antes de empezar la misa: «Tengo un ataque de lumbago que no puedo, pero no podía faltar a la primera visita a Córdoba del Jefe», decía emocionado mientras trataba de sonreír a pesar del dolor de su espalda.
A las siete y media el campanario de Hernán Ruiz hacía volar sus campanas de alegría mientras San Juan Bosco entraba en la Iglesia principal de Córdoba por la Puerta de las Palmas. Veinte minutos después, tras un silencioso paseo entre columnas, comparecía en el presbiterio entre los aplausos de mil personas.El deán y presidente del Cabildo, Manuel Pérez Moya, presidió la misa que fue concelebrada por veinte sacerdotes. En los bancos de las primeras filas se habían sentado algunas autoridades: el subdelegado del Gobierno, los presidentes de la Agrupación de Cofradías y de la Audiencia… También el concejal socialista Francisco Alcalde, antiguo alumno del colegio. A las nueve y veinte terminó la misa y comenzó el regreso.